Explicaba a un amigo extranjero, que
llegó el día de la declaración de independencia de Cataluña, que tal situación
era una patología occidental y, la última manifestación de las guerras civiles,
que asolaron España durante 200 años: hay quien quiere radicar sus derechos en
la pertenencia a un grupo o a un territorio y, quien quiere radicar su
identidad, en la persona, en la ciudadanía. Naturalmente, nadie
quiere ser diferente por ser menos, así que todos piden –como hambrientos
polluelos- con voracidad, aun a costa del resto.
Lo paradójico, incluso en los que quieren
diferenciarse de forma tan vehemente, es que acaban en las prácticas gregarias
y terriblemente uniformadoras que tratan de evitar. Y esto, resulta tan
contradictorio, como el hecho de que en uno u otro bando, la identidad se
defina por facciones. Este mecanismo no es solo español, es occidental,
pero aquí ha dado en varias formas de maniqueísmo, dulcinismo y terrores
patrios del s XVI a esta parte. Entendida así la historia, tanto el franquismo,
como el arribismo posterior y todos los “ismos” de la UE y, por ende, de lo
políticamente correcto, son terriblemente naturales, se explican por su propio
peso.
No debería sorprendernos, cuando todo el
mundo quiere diferenciarse por su pertenencia a un grupo pues, bien de la
pertenencia a las diferentes facciones, bien de la ambigüedad y tibieza,
ha dependido la supervivencia durante demasiado tiempo. En suma, por un
problema de expresión de la identidad, ya sea por exceso de celo o, como las
“mayorías silenciosas”, por su defecto. Dónde quede el alma y el libre
albedrío, sus potencias, es cosa que ni se entiende, cuando es ahí donde reposa
el verdadero poder revolucionario, desde los albores de la Edad Moderna y el s
XVI ; una revolución nunca bien entendida, y nunca culminada.
Da igual la facción o grupo, jóvenes,
mayores, liberales, antisistema, ganaderos y veganos, machistas o
anti-patriarcado; incluso entre los que propugnan los valores originarios del
sistema, hay demasiada moda y demasiada consigna. En todos, el hambre de
recursos o reconocimiento.
En el entretanto, simplemente Internet, los
canales de series y el fútbol: ganancia de pescadores y río revuelto; siempre
habrá un sith, un oscuro, un mercante, un banquero o un político, que abuse de
la pasividad, de nuestras buenas intenciones y de nuestros miedos; o peor aún,
que los aliente y dirija en la dirección de su beneficio. En el entretanto, con
pan y circo, nosotros mismos seremos así, pues lo hace todo el mundo.
¿Cómo si no podríamos sobrevivir, prosperar?
La paradoja es que los “diferentes” están
enfadados porque son iguales, con los mismos miedos y taras del español, del
occidental de hoy, como si cambiando de collar al perro fuesen a desaparecer
sus males, con una convicción eso sí, capaz de imponerse a los demás. La
paradoja es que la mayoría silenciosa es eso, tibia, abúlica, buenista e
inerme, casi de reunión de parroquia. La paradoja es que todos miran arriba y
fuera, todos esperan una solución y todos son terriblemente uniformes.
Unos y otros, todos realmente, debiéramos
preguntarnos qué hicimos y qué había en nuestro fuero interno en los años de
bonanza, y qué es lo que había en los de crisis; da igual que nos refiramos a
un escenario político, social o cultural. Es una crisis ética, de identidad y
da igual hablar de un plano que de otro, afecta a todos. Indiferente.
Para salir de tal estado de cosas —y nuestras
propias inercias— nunca hemos dispuesto de más, ni mejores medios y, sin
embargo, nunca el Miedo, no ya a la Libertad, sino a la simple diferencia ha
sido tan atroz, cual si asomados a bárbaro abismo, no nos creyésemos
suficientemente profundos.
Así, paradójicamente, en este occidente
nuestro, hay una gran facilidad y una gran dificultad, para buscar lo universal
desde la propia identidad y, en la práctica, un gran recelo si lo hace el
prójimo. De hecho, tanto activos como pasivos son muy gregarios.
Permitidme el pesimismo como revulsivo; así
no hay economía, no hay cultura, no hay vida social o espiritual que aguante
esto. En el país que mató de hambre a Cervantes, que no ha aprendido de sus
errores, la uniformidad salvífica, significa seguir matando de hambre -y de
falta de reconocimiento- a los nuevos Cervantes, y con estos, a los pensadores,
a los científicos y a todos a los que en el país del ingenio, se somete a una
turba adocenada. Así, la educación no ha mejorado un ápice desde el régimen (lo
sabéis, pero nadie dice nada) y, en las calles no hay teatro clásico, Baltasar
Gracián es más conocido en Nueva York que en Chamberí, Calderón es un estadio
de futbol que van a derribar, nadie enseña retórica, siquiera a expresarse. En
cuanto a las artes marciales, en el país guerrero y místico por excelencia, la
Destreza, el sistema (español) más acabado de combate, en Madrid apenas cuenta
con 80 practicantes; el kyudo, disciplina hermana del tiro con arco, bendecida
por el glamour del zen, apenas 7 en un área metropolitana de 7 millones de
habitantes. Y de las formas de crecimiento interior, todas son sospechosamente
orientalizantes o extranjerizantes, y todas venden un poco de esperanza de
redención a un módico precio, cual si de bulas papales se tratase.
Pero no me preocupan las restos de
revoluciones medievales, siquiera esa aparente libertad teñida de modas y
consignas. Permitidme ahora ser positivo. Tenemos un tesoro
intangible aún por explotar, pues la verdadera revolución, aunque entrañe un
trasfondo político, se hace en el día a día, cuidando el jardín, protegiendo
los retoños de roble, para que la vida no se nos agoste de pura tristeza.
No se trata, por tanto, de hacer un
gran saco de erudición y echar ahí todos los conocimientos del pasado, sino de
buscar la actitud que los hizo posibles. Es esto lo que puede conciliar lo
viejo y lo nuevo, lo que somos desde la raíz más auténtica, y lo que está por
llegar. En cierta forma, nuestra misión –como los antiguos druidas- es
cuidar de los retoños de roble; ya crecerán y trasformarán el paisaje, pero
para ello , deben disponer de un sustrato apropiado, de unas condiciones
mínimas y, de un apoyo consciente. Haz la lista: ¿Cuántos nuevos poetas,
escritores, filósofos, pintores, cineastas, dramaturgos, fotógrafos e
investigadores conoces? Te felicito. ¿Los apoyas de forma efectiva? ¿Acaso
estas esperando que triunfen para bendecir su éxito? ¿Cuidas de tus compañeros?
¿De tus subordinados? ¿Alientas los proyectos?
Hay un concepto interesante de los antiguos
vikingos: el Orlog. Una cadena de no menos de 7 generaciones, que influye
poderosamente en nuestras condiciones y en nuestros actos. Y este Orlog
nuestro, nos ha traído a un punto, muy bien maqueado y presentado, de chabacana
desidia. ¡Al demonio con él! Pregúntate qué es lo que haces tú por el Orlog,
por la verdadera patria que nos queremos dar y, la que queremos dejar, por
nuestra humilde contribución al Mundo.
Mirar dentro. Ser español, europeo, del
mundo, no puede ser debatir airadamente fórmulas de organización del territorio
y joder al prójimo. Atiende a las reformas sobre derechos civiles, o a aquello
del Estado Social, que no es una directriz administrativa, sino que te toca a
ti como ciudadano, lo que vive en tus hechos. Atiende a tu gente y a los que,
extraños, fletan naves de riesgo.
A veces, creo que la condición de ciudadanía
es como la extensión de la caballería, o su presunción. Más, no habrá
victoria si no sabemos rehacernos con un vínculo de verdadera fraternidad. No
habrá victoria, si no hallamos lo que pervive de lo que nos hizo grandes. No
habrá victoria, si no proyectamos esa identidad a futuro. Y finalmente, no habrá
victoria, si no hallamos ese tesoro intangible.
Mirar dentro. Dudo mucho que alcancemos
primero unas condiciones de producción que nos garanticen la abundancia. Si hay
victoria, no será por lo que hoy podamos fabricar o vender, sino más bien por
lo que no se puede tocar.
Para nosotros esa vía –hay muchas- es el
arco, un privilegio de hombres libres. Porque si no miras dentro, lo de fuera
es desastroso. Porque exige a partes iguales ímpetu, foco, serenidad y
equilibrio. Porque permite unificar en la diferencia. Porque desarrolla tus
potencias. Porque trae habilidades del imaginario accesibles a todos. Porque lo
interno y lo externo danzan unidos. Y porque es un sistema nuestro, de este
Occidente que nos ha tocado vivir.
Y por eso, por el arco, pero más allá del
arco, rescatar el estatus de “Jedi", de caballero, del que sirve, del hombre
verdadero, hasta donde sea posible y nuestras potencias –que en poco difieren
de las de los demás- lleguen, sabiendo que cuanto más diferentes seamos, más
igualdad real resultará de todo ello.
“Todo lo que la caballería pide de ti, es
un noble y sincero esfuerzo”. Eso decía Steinbeck, y las flechas no mienten, no
hay diferencia entre tu arquería y lo que eres.
Busca el tesoro, la Unidad y la diferencia,
por ti, por todos.